domingo, 28 de agosto de 2011

IX

En cuanto se cerró la puerta detrás de mi padre, me levanté y me dirigí rápidamente hacia la salida, sin prestar atención a los comensales que seguían con sus debates. No estaba de humor, había venido para hablar con mi padre, no para buscar afecto. Sin embargo, creo que inconscientemente, no dejé que mis piernas se movieran demasiado rápidos, ni me abalancé en abrir la puerta al alcanzarla. Esperé unos segundos con la mano sobre la manilla, y solo la empujé hacia abajo cuando escuché la voz de María tras de mí.

-Gordi, cariño, no me vas a dar un beso.
-Lo que me faltaba, -refunfuñé sin mucho convencimiento. Me voltee soltando un gran y resignado suspiro , esperando su ataque con los ojos medio cerrados.
-Ay, que guapo está mi niño, -dijo mientras sus dedos, indice y cordial, doblados cual tenazas, se dirigían hacia mis mofletes con una lentitud exasperante. Cuando me tocaron cerré los ojos en totalidad, aguantando valientemente los cariñosos movimientos horizontales que afortunadamente … pensándolo mejor... desafortunadamente, está vez, duraron menos que de costumbre. 

Abrí los ojos y vi que la mano de mi padre estaba posada en el hombro de María, en señal de que me dejara en paz. Ella se giró, le miró un segundo, luego se volvió para continuar con su asedio. La oquedad sin dientes se abrió delante de mí regalándome, incondicionalmente,  una docena de chorreantes besos por toda la cara. No podía decidirme cual de los dos obsequios odiaba más si la tenaza pellizcante o la ventosa babosa, sinceramente ninguno de los dos, lo hacía con cariño y eso conseguía que me olvidara enseguida tanto del dolor como de su saliva. Sinceramente, creo que, a mi manera, la quería. Cuando acabó conmigo, se giró otra vez hacia mi padre y le dijo autoritaria:
-Iros a tomar un helado o un trozo de tarta a la pastelería.

María hacía siempre lo mismo desde que se dio cuenta de la relación que tenia con mi padre, y él asentía y ejecutaba. Mi padre no tenia voluntad propia, siempre se guiaba por lo que le decían los demás, razón por la cual acabó como acabó. Si no fuera por su empleada, nunca se le habría ocurrido llevarme a ningún otro sitio que no fuera el callejón que estaba detrás del bar. -Una razón demás para querer a María.- Mi padre, como otras muchas veces, solo se hubiera limitado en conducirme hasta allí y contarme su versión o contestar a mis preguntas, lejos de miradas interrogantes u oídos indiscretos, y cuando no nos quedaría nada más que decirnos, me despeinaría dos o tres veces con su mano y me daría unas monedas para que me comprara algún dulce de camino a casa. Prácticamente, en eso constaban casi todos nuestros encuentros, tanto los fortuitos como los dictados por ley, cuando se dignaba a aparecer.