viernes, 30 de septiembre de 2011

XII

-Sí, -le contesté.
-¿Quieres otro?
-No. Lo que quiero es que me cuentes tu versión.
-Ya empezamos. ¿Qué versión? Por Dios.
-De cómo me asfixiaste.
Mi padre me miró sorprendido mientras una triste sonrisa asomaba sobre sus labios.

-¿Fue eso lo que te contó tu madre, que yo te asfixié? –preguntó abatido.
-Sí, y quiero que me cuentes tu versión, estoy seguro que será distinta a la de ella.
-¿Por qué? ¿No la crees?
-Todavía no lo sé, esperaré a que me cuentes tú como pasó todo y luego elegiré la versión que más me gusté.
-¿Y como sabes cual elegir? Igual te equivocas.
-Es posible, pero como no tengo una familia normal, ni una vida como la de todos los demás chicos de mi edad, estoy en mi derecho de elegir la que más me convenga. -le contesté  con énfasis.

-Touché, -se limitó a decir mi padre.
-¿Y eso qué es?
-¿Lo de “touché”?
Asentí con la cabeza.
-Que tienes toda la razón de actuar y de pensar así.
Le miré insistemente en los ojos intentando buscar en su interior si de verdad creía lo que me acababa de decir o simplemente me daba la razón para evitar prolongar la discusión, pero como siempre solo pude comprobar que el muro de la impasibilidad seguía en el mismo sitio, inamovible.

-Cuando quieras puedes empezar. –dije resignado.
-¿Estás seguro que quieres escuchar esto?
-Muy seguro, y no te preocupes, no me traumatizará mas de cómo estoy, -le tiré el dardo.
-Eres un chico valiente, estoy orgulloso de ti, -me contestó apesadumbrado.
-Sí, seguro. –le dije receloso, intentando darle  la menor importancia al vuelco que dio mi corazón al escuchar su última frase. –Empieza cuando quieras, estoy preparado, -proseguí mientras apoyaba los codos encima de la mesa. Coloqué mi rostro entre las palmas de mis manos y con la expresión de no haber roto un plato en mi vida esperé que empezara la historia de mi primer encuentro con la muerte.

viernes, 23 de septiembre de 2011

XI


Me gustaba comer, me gustaba vivir lo que estaba comiendo, analizar el sabor de cada bocado en busca de una aventura que nunca llegaría a protagonizar. Era como evadir de la cárcel de mi realidad, era como una inmersión en las aguas cristalinas de una fantasía que podía construir a mi gusto. Es posible que mi sobrepeso fuera consecuencia del placer que me provocaba el comer y no la cantidad, porque definitivamente comía menos que cualquiera de mis amigos y conocidos de mi misma edad. Sin embargo el gordo del grupo era yo, el gordo de la clase era yo, el niño gordo del portal también era yo, y para no variar también lo era el de la familia.

 Lo de Gordinflas se me ocurrió cuando me di cuenta que haga lo haga, vaya donde vaya siempre la gente tendría preparado algún maravilloso adjetivo para mí. Corría el año 1987 cuando, después de ver la película “Cuenta conmigo”, se me ocurrió que la mejor manera para que la gente dejara de llamarme lo que se le antojara era admitir mi situación y ponerle yo mismo un nombre. El protagonista del film era un chaval de constitución débil al que llamaban Gordi (diminutivo de Gordon supongo) un mote que me pareció bastante fácil de recordar y no muy mal sonante. Fue una muy acertada ocurrencia, una de las mejores de mi vida.  

A partir de ese día empecé a presentarme a diestro y siniestro como Gordinflas, Gordi para los amigos y cada vez que se me presentaba la ocasión, corregía a todos lo que me llamaban de otra manera. Supuse bien que a la gente se le antojaría largo lo de Gordinflas y que todos optarían y se acostumbrarían al diminutivo. Hoy en día, después de más 20 años la gente me sigue llamando Gordi, y os aseguro que por lo menos un 50%  de los que lo hacen desconocen mi nombre real. Con el tiempo hasta mis padres empezaron a llamarme Gordi y aún lo hacen, y para serles sincero me da miedo preguntarles si se acuerdan del nombre con el que me bautizaron. 

Pero volvamos a la pastelería donde mi padre sorbía de la jarra de cerveza mirando al vacio mientras despacio pero seguro, el brazo relleno de crema de pistacho se iba desvaneciendo de mi plato. Lamí los últimos rastros de crema y me bebí hasta el fondo el vaso de leche que devolví sobre la mesa de un golpe. El ruido sacó a mi padre de su mundo consiguiendo que se centrara otra vez en mí.
-¿Has acabado? – me preguntó con tono neutro. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

X

Nos encaminamos en silencio hacia la pastelería, los dos mirando al vacío, pensando cómo romper el silencio. Yo no pensaba hacerlo hasta que no nos sentáramos, no me atrevía preguntarle nada por si se asustaba y se escapaba. Al final, mi padre abrió la boca y me hizo esa gran e inútil pregunta:
-¿Y qué tal el cole?
-Estoy de vacaciones, -le contesté secamente.
-Ya lo sé, -me dijo incomodo por su metedura de pata. -En general ¿qué tal?
-¿Qué tal yo en general o el cole? –le atosigué aposta.

Se mordió el labio inferior visiblemente molesto mientras buscaba las palabras adecuadas, y luego con mucho cuidado reformuló la pregunta:
-¿Qué tal estas? ¿Como has acabado el cole, has suspendido alguna asignatura?
-Estoy bien, acabé el cole como de costumbre sin suspender ni una. –le contesté con frialdad consciente de que eso sería lo único que me preguntaría ese día, y no lo hizo exactamente porque le interesara demasiado mi vida, sino para intentar maquillar las profusas grietas del silencio con unas cuantas palabras fariseas. Afortunadamente, habíamos llegado ya delante de la puerta de la pastelería. Entramos, primero el hijo golosón y luego el apático padre, y nos sentamos en una mesa cercana a la vitrina refrigerante, repleta de todo tipo de productos de repostería.

-Yo quiero lo de siempre, -dije esperando que mi padre se equivocara otra vez.
 -Un brazo gitano con crema de pistacho y un vaso de leche ¿verdad? –acertó mi padre ante mi asombro. –Yo me cogeré una cerveza. -continuó satisfecho por haber dado en el clavo.
Se levantó y se acercó al mostrador para pedir lo que habíamos acordado. Se quedó ahí esperando hasta que la dependienta le sirvió todo encima de una bandeja de plástico, evitando así, a Dios gracias, otro incomodo silencio o conversación que podría haber surgido hasta que la mesera nos hubiera servido. Por lo menos, después de tanto tiempo, por fin había aprendido una cosa sobre mis gustos fuera de casa. Bandeja en mano y postiza sonrisa triunfante sobre su cara, mi padre se acercó a la mesa. 

Colocó la jarra de cerveza delante de la silla donde se sentaría y la bandeja con la leche y con el apetitoso postre delante de mis narices. Inconscientemente sonreí al encontrarme con el intenso olor a pistacho penetrando  hasta el rincón más oscuro de mis sentidos, consiguiendo hacerme olvidar por un momento el real motivo de mi visita. Le hinqué la cucharadita al enrollado, y antes de engullirlo inhale estremeciéndome de placer el delicioso aroma que hoy después de tantos años recuerdo perfectamente. Cuando el trocito empezó a deshacerse encima de mis papilas gustativas cerré los ojos, dejando que tan único e inconfundible sabor me llevara lejos, muy, muy lejos.    

domingo, 28 de agosto de 2011

IX

En cuanto se cerró la puerta detrás de mi padre, me levanté y me dirigí rápidamente hacia la salida, sin prestar atención a los comensales que seguían con sus debates. No estaba de humor, había venido para hablar con mi padre, no para buscar afecto. Sin embargo, creo que inconscientemente, no dejé que mis piernas se movieran demasiado rápidos, ni me abalancé en abrir la puerta al alcanzarla. Esperé unos segundos con la mano sobre la manilla, y solo la empujé hacia abajo cuando escuché la voz de María tras de mí.

-Gordi, cariño, no me vas a dar un beso.
-Lo que me faltaba, -refunfuñé sin mucho convencimiento. Me voltee soltando un gran y resignado suspiro , esperando su ataque con los ojos medio cerrados.
-Ay, que guapo está mi niño, -dijo mientras sus dedos, indice y cordial, doblados cual tenazas, se dirigían hacia mis mofletes con una lentitud exasperante. Cuando me tocaron cerré los ojos en totalidad, aguantando valientemente los cariñosos movimientos horizontales que afortunadamente … pensándolo mejor... desafortunadamente, está vez, duraron menos que de costumbre. 

Abrí los ojos y vi que la mano de mi padre estaba posada en el hombro de María, en señal de que me dejara en paz. Ella se giró, le miró un segundo, luego se volvió para continuar con su asedio. La oquedad sin dientes se abrió delante de mí regalándome, incondicionalmente,  una docena de chorreantes besos por toda la cara. No podía decidirme cual de los dos obsequios odiaba más si la tenaza pellizcante o la ventosa babosa, sinceramente ninguno de los dos, lo hacía con cariño y eso conseguía que me olvidara enseguida tanto del dolor como de su saliva. Sinceramente, creo que, a mi manera, la quería. Cuando acabó conmigo, se giró otra vez hacia mi padre y le dijo autoritaria:
-Iros a tomar un helado o un trozo de tarta a la pastelería.

María hacía siempre lo mismo desde que se dio cuenta de la relación que tenia con mi padre, y él asentía y ejecutaba. Mi padre no tenia voluntad propia, siempre se guiaba por lo que le decían los demás, razón por la cual acabó como acabó. Si no fuera por su empleada, nunca se le habría ocurrido llevarme a ningún otro sitio que no fuera el callejón que estaba detrás del bar. -Una razón demás para querer a María.- Mi padre, como otras muchas veces, solo se hubiera limitado en conducirme hasta allí y contarme su versión o contestar a mis preguntas, lejos de miradas interrogantes u oídos indiscretos, y cuando no nos quedaría nada más que decirnos, me despeinaría dos o tres veces con su mano y me daría unas monedas para que me comprara algún dulce de camino a casa. Prácticamente, en eso constaban casi todos nuestros encuentros, tanto los fortuitos como los dictados por ley, cuando se dignaba a aparecer.

jueves, 25 de agosto de 2011

VIII

Mi padre se dio la vuelta con la velocidad de un Tiovivo oxidado y sin engrasar. Parecía haberle asustado mi presencia o mi tono de voz, me miró largo y tendido arqueando una ceja como si fuera la primera vez que me veía en años. La verdad es que hacía mucho que no me visitaba, y si él no venia a buscarme los dos días a la semana, tal y como acordaron en el juicio, yo tampoco me cansaba en recorrer el corto camino que me separaba de él. Apoyó las manos sobre la barra buscando su mejor sonrisa que sencillamente se negaba a salir y me preguntó:

-Gordi ¿que haces aquí?

Buena pregunta, ya no estaba tan seguro de querer interrogar a mi padre sobre el trágico accidente que sufrí hace años, sin embargo, la curiosidad me incitaba a hacerlo, por la sencilla razón de añadir a mi amplia colección una de las dos versiones. Era una disfrazada manera de poder llevar la indiferencia que me rodeaba tanto en casa como fuera de ella, era un salvavidas que me mantenía al flote,  un juego que me tenia distraído. Contar siempre con dos versiones muy distintas de la verdad o de la mentira, alimentaba mi cerebro durante el tiempo que llegaba al veredicto final, sentenciando a una al olvido y a la otra gratificándola con un hueco en mi demasiado alborotada estantería de hechos, en mayoría negativos.

-Estoy todo oídos, -le dije.
-¿Oídos de qué? - me preguntó desconcertado.
-De lo que me vas a decir.
-¿Qué te habrá contado tu madre esta vez? - suspiró. Espera, voy a llamar a María que está preparando unas tapas detrás, prosiguió y desapareció por la puerta que antes llevaba a la sala de telas y últimos arreglos.

María era la única empleada que tenia mi padre, una costurera que decidió quedarse como camarera en el bar, cuando la casa de modas se hundió. Tenia alrededor de unos 35 años, o quizá tuviera 30 o menos, pero su elegante sonrisa, carente de la mitad de sus incisivos, le daba un aire bastante deslucido. Era la encargada del bar, ya que mi padre tampoco pasaba mucho por ahí, tuve suerte de encontrarle ese día. Ella se ocupaba de abrir y cerrar, de la limpieza, de las facturas, de los pedidos de todo lo que suponía llevar un negocio.

No lo hacia mal, tampoco se le daba demasiado bien, pero como a mi padre solo le interesaba vaciar de dinero la caja, las tardes que se acercaba, todo lo demás carecía de importancia. Me tenia mucho cariño o a lo mejor era pena, no lo sé, lo que si sé es que me agradaba que alguien me mimase de vez en cuando. A veces, intencionadamente me acercaba al bar cuando suponía que me padre no iba a estar. Ella siempre estaba dispuesta a regalarme su cariño, no exactamente a mi gusto, pero era lo mas cercano a lo que necesitaba un niño de vez en cuando.

martes, 16 de agosto de 2011

VII

Abrí con decisión la puerta del local y entré. Me quedé quieto un momento intentando acostumbrar mi vista a la semioscuridad y al humo lechoso y cortante que reinaba en el local.
La tienda de mi padre había sido un invento bastante original en su día, una casa de moda con cóctel-bar para los clientes más pretenciosos. Pero solo había sido, y duró tan poco que casi nadie se acuerda de ella. Yo si me acuerdo, me había fascinado desde un principio, hasta me convencí a mí mismo de que quería seguir los pasos de mi padre, y convertirme en un famoso y respetado diseñador. Mis sueños acariciaron mi ego poco más de año y medio, pero al final se esfumaron dolorosamente por la rejilla de la realidad.

El sitio estaba dividido en tres espacios, uno estaba dedicado en exclusiva a la sastrería y a la confección, otro era la sala de telas y últimos arreglos y el principal estaba destinado al cóctel-bar. Si no fuera por una muy mala gestión, por sus delirios de grandeza y por su afán de complacer cada pequeño o gran deseo de su rubita, yo creo que podía haber llegado lejos, podía haber sido uno de los grandes modistas nacionales. Tuvo muchos clientes importantes al principio, toda la crème de la crème de la ciudad vistieron en algún momento un vestido de su corte o un traje, pero la falta de seriedad y puntualidad en las entregas de los trabajos fue la principal razón del hundimiento de su negocio. Ahora, la única fuente de ingresos era el bar, vendió todo lo relacionado con la confección, para poder saldar un 1% de sus deudas y subsistía prácticamente a costa de los borrachos del barrio.

Había vivido a tope durante unos años sin preocuparse lo más mínimo de nada y de nadie que no fuera su amor de melena dorada, pero con un precio que iba a pagar durante el resto de su vida. ¿Quien piensa en las consecuencias cuando la vida y el amor te sonríen, cuando puedes hacer todo lo que se te antoje? Yo si lo haría, siempre lo hice, desde muy pequeño me importaba demasiado la trascendencia de mis actos, una pena, la verdad.
Mis ojos empezaron a distinguir a la selecta clientela del bar que vociferaban palabras inteligibles para mí. Conocía a la mayoría de vista, eran los mismos de siempre, en las mismas mesa de siempre. Algunos de los sujetos me miraban sonriendo torcidamente con un puro en una mano y la copa en la otra, les saludé meneando la cabeza en su dirección mientras que ellos me respondían levantado los vasos.

En la barra había otras dos personas que discutían excitados y detrás estaba mi padre de espaldas, colocando las botellas en las estanterías de cristal manchadas de círculos de alcohol caramelizados y huellas dactilares. Me acerqué al bar intentando evitar sin mucho éxito las manchas pegajosas que cubrían la mayor parte del suelo de mármol. Me subí en una silla, y carraspee dos veces. No me escuchó, el escatológico hilo musical y el jolgorio que montaban los comensales tapaba cualquier otro sonido de menor intensidad.
-Hola papá, - grité esta vez.

jueves, 4 de agosto de 2011

VI

Era una tarde de finales de agosto, los ardientes y dorados látigos del astro rey parecían pegar más fuerte que otros días. La gente, la que se atrevió a enfrentarse con tal radiante paliza, buscaba desesperada las alargadas sombras de los edificios. Yo seguía caminando sin ver nada, sin oír nada aparte de las palabras de mi madre, que se repetían una y otra vez en mi cabeza.

 No notaba el calor, me acuerdo que hasta sentía un poco de frío, un frío insólito, que salia desde muy dentro de mí. Entonces se me ocurrió que lo que deambulaba ahora por las calles, podía ser perfectamente el atormentado fantasma que se había desprendido de mi cuerpo hace unos 8 años, cuando morí por primera vez según mi madre, buscando desde entonces sin éxito, sosiego.

 No me resultaba extraño pensar de esa manera, así era yo, y de alguna manera lo sigo siendo. La fantasía siempre ha sido para mí como oxigeno para la mayoría, sin ella no hubiera llegado a contar todo esto, fue la cuerda que me sostuvo mientras mi amiga Diana se derrumbaba en el abismo, fue la brújula que me indicaba el norte mientras que mi amigo Rudy se extraviaba.

También es posible que mi temprana afición para la lectura me ayudara a convertir mi mundo en uno mejor o por lo menos diferente. No obstante, las imperfectas lineas de mi sobra y la fuente de sudor que se escurría por mi cara y cuello, haciéndome cosquillas, eran las pruebas de que la realidad, esta vez, igualaba la ficción. No era un fantasma, pero si alguien que había vuelto de entre ellos.

Paulatinamente la ilusión empezó a echar a patadas a la decepción y sentimientos confusos comenzaron una intensa lucha por la supremacía en mi interior. Mi capacidad de encontrar el lado bueno incluso en cosas que aparentemente carecían de ello, apareció cuando solo me faltaban unos 200 metros para llegar a la tienda de mi padre. En mi lamentable ignorancia hasta me sentía especial haber vivido tal episodio, incluso empecé a pensar en como presumir de tal hazaña delante de mis amigos.

Puede que mi madurez fuera demasiado prematura, también es posible que mi optimismo fuera a veces demasiado abundante, pero la inocencia aun no me había abandonado. Sobrevivir a un crimen por negligencia y maquillarlo hasta transformarlo en algo totalmente diferente, fue sin duda un acto de pura ingenuidad. Aun la conservaba, lo mas preciado de un crío aun residía en mi interior a pesar de todo, a pesar de todo no había perdido la inocencia.