Nos sentamos en el sofá-cama de mi habitación y serenamente, mi madre empezó a contarme la increíble historia sobre los porqués de esa indiferencia de mi padre hacia mí. Yo la escuchaba incrédulo, sin perderme ni una sola silaba, sin apenas respirar. Cuando acabó ya no la miraba, mis ojos estaban clavados en un punto en el suelo, en una junta del parqué recién acuchillado, mientras que mi mente intentaba asimilar, sin mucho éxito, lo inasimilable.
La digestión de lo que me dijo se me antojó extremadamente pesada, y las náuseas aparecieron sin avisar, como invitado especial de la anécdota. Anécdota, así la calificó mi madre. Si hubiera acabado mal hubiese sido una desgracia, pero acabó bien, así que decidió llamarla anécdota. He buscado la definición de la dichosa palabra en el diccionario, y no porque desconocía su significado, sino para reforzar de que estaba en lo cierto.
Anécdota – Relato breve de un suceso curioso o divertido.
Es posible que el incidente fuera un hecho curioso, pero no me pareció nada divertido que a los 9 años de edad, tenga que lidiar con la anecdótica historia de lo que fue mi primera vez, de tres, en fallecer. Sí, querido lector, ha leído bien, en poco mas de treinta años he muerto ya en dos ocasiones, razón por lo cual espero mi tercera vez, igual será la vencida. Estoy seguro de que no estaba en sus cabales, pero eso no le daba derecho de jugar así con la mente y el espíritu de un niño. Mi expresión atónita e inevitablemente, el charco de restos gástricos que adornaba el tablado del suelo, la impulsaron a intentar remediar lo que había liado.
Pero no se lo permití, me levanté como propulsado por un muelle defectuoso e invisible del canapé, apartando ausente las manos maternas que intentaban retenerme, le di la espalda y salí del cuarto. Mi madre no me siguió, nunca me seguía, siempre se quedaba lloriqueando y suspirando después de echarme las broncas por sus desgracias, por las desgracias de otros, por lo que hice o por lo que haré, esperando que yo volviese y la consolara aunque mi única culpa solo fuera existir. Pero esa vez no volví, me puse las zapatillas y salí en busca de mi padre, que tenia un negocio en la otra punta de la ciudad, para que me contara su versión.
Desde que se separaron aprendí que cada uno tenia una versión distinta a lo que decía el otro, y a mí me tocaba quedarme con la me mas me convencía o gustaba. Mientras caminaba por la calles de la ciudad, no dejaba de pensar en lo que me había contado mi madre. Por un lado me parecía chulo haber muerto y resucitado, pero por otro lado me producía unos, tremendamente incómodos, escalofríos.