Me llamaban Gordinflas

Hay tres clases de persona sobre la fas de la tierra y solo dos caminos a tomar. Las dos primeras clases quieran o no, siempre tomaran el buen camino, el del éxito, sin embargo, la tercera, inevitablemente, siempre se equivocará en algún cruce. Estamos rodeados de factores y fuerzas incontrolables, que hacen que la vida gire alrededor de algunos mientras que a otros les toca dar vueltas sin cesar alrededor de la vida, en vano. Es la razón por la cual algunas personas triunfan y otras fracasan, son elementos que contribuyen a reforzar el hecho de que la vida, para algunos, nunca sera lo que ellos esperan y desean que fuera. Primero están los ganadores, gente que triunfa en la vida a base de poca garra y mucha cara, gente que casi siempre se sale con la suya. En la mayoría de los casos aparte de la suerte que los acompaña a lo largo de sus vidas, también suelen ser agraciados con unas bonitas facciones y un buen cuerpo. Luego están los herederos, personas que no mueven, no han movido y no moverán un dedo en la vida pero tiene y tendrán siempre todo lo que desean, gente que no sabrá nunca que existen cosas como el fracaso, la preocupación o el rechazo. Y luego están los fracasados como yo, que aunque se empeñen toda la vida en lograr algo, nunca nada les saldrá bien. Esta es mi historia, la historia de un fracasado al que llamaban Gordinflas.


No busco vuestra compasión, pero tampoco quiero que me juzguen despiadadamente, algunos lo harán sin duda, sus dedos acusadores se quedaran suspendidos en el aire apuntándome sin remordimiento alguno. No se preocupen, estoy acostumbrado, no me punzaran más que otros muchos antes. Algunos levantaran sus voces hacia el cielo y algunos hasta hablaran con Dios sobre mi descontento con la vida, sinceramente no me importa, estoy inmunizado a los castigos y según mi experiencia a los milagros también. Me cuestionaran y discreparemos en muchos aspectos, yo no les quitaré la razón, es vuestra, igual que mi razón, es mía.
Solo os pido que me escuchen o que me dejen en paz, depende de vosotros, ya saben donde encontrar la salida. Lo de compartir mis pensamientos es cosa mía, egoístamente lo hago para mí, a ver que se siente ser egoísta, un sentimiento nuevo al que espero acostumbrarme cuanto antes. Todo esto es fruto de un impulso, probablemente, o simplemente es la manera mas sana para desahogarme, exponiendo así mi punto de vista sobre lo que la vida les ofrece a algunos y les quita a otros. Es posible que mi visión sobre la misma sea un poco radical. Sé que no debería quejarme de nada, hay gente que de verdad sufre y sus vidas de verdad son invivibles, pero como es mi historia y mi vida, la que poco a poco se materializará encima de la pantalla, me apego al derecho de estar insatisfecho con lo que me ha ofrecido. He oído decir que ser optimista atrae la felicidad y la buena suerte. Yo creo que mi optimismo fue algo excesivo y en lugar de mezclarse con mi aura brincaba por encima de ella y se desvanecía o se pasaba a otras auras, que sabían como succionarlo. En mis más de 30 años he aprendido que mi vida siempre sera así, los golpes de la fortuna aprendí dejarlos para las increíbles historias del mundo cinematográfico y para un misterioso numero y clases de personas. No existen para gente como yo, igual que el optimismo,  los golpes rebotan o cogen efecto cuando se me acercan y a consecuencia golpean a otros. Pero empecemos como cada historia deba empezar, por el principio.



Todo empezó un tardío día de octubre de finales de los años 70, en una pequeña ciudad de un país europeo. Yo estaba flotando en las entrañas de mi madre, como siempre, en posición fetal, sin ninguna otra preocupación que la de chupar con avidez mi pulgar. Llevaba mucho tiempo viviendo en esa cálida y protectora estancia, y ya empecé a acostumbrarme hasta a los raros sonidos que escuchaba desde el exterior, sonidos que al principio me hacían sobresaltar horrorizado, y no me refiero a los pedos y a los eructos. Pero ese día fue distinto de todos los anteriores. El primer indicio de que algo inusual estaba pasando, fueron los continuos espasmos que hacían que mi hospedaje se tambaleara, y al poco tiempo la cálida y reconfortante viscosidad que me envolvía placidamente, poco a poco se fue escurriendo por algún desagüe invisible. Una fuerza superior a mí empezó a empujarme y moverme de sitio hacia un punto, encima de mi cabeza, que yo no alcazaba a divisar, posiblemente también, porque tenia los ojos cerrados. Intenté resistirme, pero no tenia la fuerza necesaria para efectuar tal tarea. Lo primero que sentí al asomar los tres únicos pelillos que albergaba mi testita fue una nueva sensación, un frescor en la punta de mi cabeza que aumento paulatinamente a la vez que una suave presión sobre mi piel. Solo tardé unos 40 segundos en traspasar ese anillo estrujante que me expulsó directo a las manos de un gigante borroso, vestido de blanco que balbuceó algo ininteligible para mí, dirigiéndose a mi madre, seguramente ”Es un niño”.

Luego, me cogió de las patas, cabeza abajo, y golpeó dos veces mi suave, dulce y viscoso culete. Estaba extraordinariamente asustado y asombrado, así que no reaccioné. El maltratador de niños frunció el ceño y al instante me articuló con otros dos cachetes, un poco más fuertes que los anteriores. No aguanté más, algo extraño, molesto y chirriante salió de mi boca, un sonido que llegó a asustarme mas aún, y que identifiqué como mi voz. Él maltrata niños sonrió satisfecho, me limpió y me llevó a los brazos suplicantes de mi madre.



No le reprocho a mi madre haberme invitado a la gran fiesta que es la vida, y tampoco tengo nada en contra de el que con sus golpes, me preparó sin saberlo para las palizas que iba a recibir. Mis padres no pudieron sospechar siquiera que mi estrella no era de las que brillaban, iluminado los caminos oscuros de la vida, sino de las que apenas podían mantener parpadeando su luz. Pero uno no piensa en ello cuando decide traer un niño a este mundo, piensa en la alegría de ser padres, algunos en la descendencia y otros simplemente lo hacen por casualidad. Mi madre había tenido algunos abortos consentidos antes de tenerme y a veces pienso que lo mío fue una casualidad o simplemente un “Venga, a este le dejaremos vivir”. Puede que la decisión de mis padres de concederme la vida no fuera la más acertada. Es posible que mi destino tenia que haber sido el de acabar en un cubo de deshechos y ellos sin saber, habían interferido en el momento menos oportuno, desencadenando improvistos para el que escribe el gran libro de nuestra existencia, y a consecuencia le obligaron a improvisar el mío, redactándolo deprisa y de mala manera. Pero aquí estoy, he sobrevivido a mi destino, no me he tirado de un puente y tampoco me he llenado la panza de pastillas. Algunos dirán que en poco más de 30 años tampoco he vivido lo suficiente para poder quejarme de la vida, aun tengo otros 30, por lo menos, por delante ¿verdad? Es posible que tengan razón, pero también es posible que no, no sé lo que pasará mañana, puede que una maceta voladora me mate al pasear por la calle o puede que el billete de lotería resulte ganador(esperen un poco, voy a comprobar el boleto). Efectivamente, no sabemos lo que nos aguarda el futuro, pero de lo que si estoy seguro es lo que me obsequió el pasado, y no fue precisamente un poni. Lo que si me proporcionó la vida, o los genes o la ventura fue fuerza y optimismo, cualidades muy importantes que influyeron mucho en que yo, no acabara fiambre o demente como mi mejor amiga y mi mejor amigo respectivamente, de la infancia. Ella está descansando ahora, una bendición para ella, sin embargo, a él le queda sufrir aun bastantes años más. Sinceramente me gustaría pensar que no, que ya no sufre y que su demencia es la coraza que le protege de los malos recuerdos, aún con el precio de estar encerrado en alguna habitación sin vistas del manicomio de mi ciudad natal.



El primer indicio de que algo diferente me aguardaba el futuro, aunque yo no lo sabia,  fue un fortuito comentario de mi madre, bajo la influencia de los fármacos que se tomaba a puñados, a causa de la gran depresión que le provocó la desaparición de nuestras vidas de mi progenitor. No, no le pasó nada del otro mundo y tampoco hizo nada que otros no han hecho o harán. Solo se volvió loco por una rubia potente, amiga de su hermana, que aún tenia las tetas mirando hacia arriba, y que le embrujó con sus encantos, originando que su hijo y la mujer que más amó y con la que pasaría el resto de su vida llegaran a ser solo dos enormes lapsus en su mente.
-El muy cabrón, nos dejó por esa puta, no se da cuenta de quien es, que se tiró a más de la mitad de los hombres de la ciudad. ¿Estarán contentas ahora tu abuela y tu tía? Ellas nunca me han querido, nunca he sido lo suficientemente buena para él, -se lamentó mi madre un día.
¿Y yo que sabia? Solo tenia 9 años, lo bastante grandecito para saber lo que significa un divorcio pero demasiado tierno para estar preparado para ello. Tampoco supe, cuando se marchó mi padre, que solo lo vería muy de vez en cuando, exactamente cuando se peleaba con su muñeca, como solía llamar a su nueva conquista, buscando en mí el consuelo a su desgracia.
-Mamá, pero volverá algún día ¿verdad? -la pregunté lleno de esperanzas.
-No, no volverá, - fue la tajante respuesta de mi madre. ¿Y sabes por qué?
Mi expresión le indicó que notoriamente no lo sabia.
-Porque no le importas ni tú ni yo. Si le importaras lo mas mínimo, no te hubiese hecho lo que te hizo. -continuó mi madre.
No sé si ese comentario fue aposta o fue impulso de los fármacos.
-¿Y qué me hizo? -la pregunté contrariado.
-Nada, no te lo voy a decir.
Yo estaba inmunizado ya a las frecuentes salidas de tono de mi madre, sabia que al final me lo diría, solo le gustaba que yo insistiera, lo necesitaba, necesitaba que alguien le hiciera caso, que alguien hablara con ella, que quisiera algo de ella, aunque solo fuera información o desinformación.
-Venga dímelo, -insistí.
-Que no, no tiene importancia.
-Bueno, si no me lo quieres contar se lo preguntaré a papá, cuando le vea, -le dije, acentuando cada palabra.
-¡No! ¡Ni se te ocurra! -chilló inesperadamente. Prométeme que no le mencionaras nunca nada a tu padre de lo que te voy a contar.
-Te lo prometo mamá, -la tranquilicé.



Nos sentamos en el sofá-cama de mi habitación y serenamente, mi madre empezó a contarme la increíble historia sobre los porqués de esa indiferencia de mi padre hacia mí. Yo la escuchaba incrédulo, sin perderme ni una sola silaba, sin apenas respirar. Cuando acabó ya no la miraba, mis ojos estaban clavados en un punto en el suelo, en una junta del parqué recién acuchillado, mientras que mi mente intentaba asimilar, sin mucho éxito, lo inasimilable. La digestión de lo que me dijo se me antojó extremadamente pesada, y las náuseas aparecieron sin avisar, como invitado especial de la anécdota. Anécdota, así la calificó mi madre. Si hubiera acabado mal hubiese sido una desgracia, pero acabó bien, así que decidió llamarla anécdota. He buscado la definición de la dichosa palabra en el diccionario, y no porque desconocía su significado, sino para reforzar  de que estaba en lo cierto.
 Anécdota – Relato breve de un suceso curioso o divertido. 
Es posible que el incidente fuera un hecho curioso, pero no me pareció nada divertido que a los 9 años de edad, tenga que lidiar con la anecdótica historia de lo que fue mi primera vez, de tres, en fallecer. Sí, querido lector, ha leído bien, en poco mas de treinta años he muerto ya en dos ocasiones, razón por lo cual espero mi tercera vez, igual será la vencida. Estoy seguro de que no estaba en sus cabales, pero eso no le daba derecho de jugar así con la mente y el espíritu de un niño. Mi expresión atónita e inevitablemente, el charco de restos gástricos que adornaba el tablado del suelo, la impulsaron a intentar remediar lo que había liado. Pero no se lo permití, me levanté como propulsado por un muelle defectuoso e invisible del canapé, apartando ausente las manos maternas que intentaban retenerme, le di la espalda y salí del cuarto. Mi madre no me siguió, nunca me seguía, siempre se quedaba lloriqueando y suspirando después de echarme las broncas por sus desgracias, por las desgracias de otros, por lo que hice o por lo que haré, esperando que yo volviese y la consolara aunque mi única culpa solo fuera existir. Pero esa vez no volví, me puse las zapatillas y salí en busca de mi padre, que tenia un negocio en la otra punta de la ciudad, para que me contara su versión. Desde que se separaron aprendí que cada uno tenia una versión distinta a lo que decía el otro, y a mí me tocaba quedarme con la me mas me convencía o gustaba. Mientras caminaba por la calles de la ciudad no dejaba de pensar en lo que me había contado mi madre. Por un lado me parecía chulo haber muerto y resucitado, pero por otro lado me producía unos, tremendamente incómodos escalofríos.   



Era una tarde de finales de agosto, los ardientes y dorados látigos del astro rey parecían pegar más fuerte que otros días. La gente, la que se atrevió a enfrentarse con tal radiante paliza, buscaba desesperada las alargadas sombras de los edificios. Yo seguía caminando sin ver nada, sin oír nada aparte de las palabras de mi madre, que se repetían una y otra vez en mi cabeza. No notaba el calor, me acuerdo que hasta sentía un poco de frío, un frío insólito, que salia desde muy dentro de mí. Entonces se me ocurrió que lo que deambulaba ahora por las calles, podía ser perfectamente el atormentado fantasma que se había desprendido de mi cuerpo hace unos 8 años, cuando morí por primera vez según mi madre, buscando desde entonces sin éxito, sosiego. No me resultaba extraño pensar de esa manera, así era yo, y de alguna manera lo sigo siendo. La fantasía siempre ha sido para mí como oxigeno para la mayoría, sin ella no hubiera llegado a contar todo esto, fue la cuerda que me sostuvo mientras mi amiga Diana se derrumbaba en el abismo y la brújula que me indicaba el norte mientras que mi amigo Rudy se extraviaba. También es posible que mi temprana afición para la lectura me ayudara a convertir mi mundo en uno mejor o por lo menos diferente. No obstante, las imperfectas lineas de mi sobra y la fuente de sudor que se escurría por mi cara y cuello, haciéndome cosquillas, eran las pruebas de que la realidad, esta vez, igualaba la ficción. No era un fantasma, pero si alguien que había vuelto de entre ellos. Paulatinamente la ilusión empezó a echar a patadas a la decepción y sentimientos confusos comenzaron una intensa lucha por la supremacía en mi interior. Mi capacidad de encontrar el lado bueno incluso en cosas que aparentemente carecían de ello, apareció cuando solo me faltaban unos 200 metros para llegar a la tienda de mi padre. En mi lamentable ignorancia hasta me sentía especial haber vivido tal episodio, incluso empecé a pensar en como presumir de tal hazaña delante de mis amigos. Puede que mi madurez fuera demasiado prematura, también es posible que mi optimismo fuera a veces demasiado abundante, pero la inocencia aun no me había abandonado. Sobrevivir a un crimen por negligencia y maquillarlo hasta transformarlo en algo totalmente diferente, fue sin duda un acto de pura ingenuidad. Aun la conservaba, lo mas preciado de un crío aun residía en mi interior a pesar de todo, a pesar de todo no había perdido la inocencia.



Abrí con decisión la puerta del local y entré. Me quedé quieto un momento intentando acostumbrar mi vista a la semioscuridad y al humo lechoso y cortante que reinaba en el local.

La tienda de mi padre había sido un invento bastante original en su día, una casa de moda con cóctel-bar para los clientes más pretenciosos. Pero solo había sido, y duró tan poco que casi nadie se acuerda de ella. Yo si me acuerdo, me había fascinado desde un principio, hasta me convencí a mí mismo de que quería seguir los pasos de mi padre, y convertirme en un famoso y respetado diseñador. Mis sueños acariciaron mi ego poco más de año y medio, pero al final se esfumaron dolorosamente por la rejilla de la realidad. El sitio estaba dividido en tres espacios, uno estaba dedicado en exclusiva a la sastrería y a la confección, otro era la sala de telas y últimos arreglos y el principal estaba destinado al cóctel-bar. Si no fuera por una muy mala gestión, por sus delirios de grandeza y por su afán de complacer cada pequeño o gran deseo de su rubita, yo creo que podía haber llegado lejos, podía haber sido uno de los grandes modistas nacionales. Tuvo muchos clientes importantes al principio, toda la crème de la crème de la ciudad vistieron en algún momento un vestido de su corte o un traje, pero la falta de seriedad y puntualidad en las entregas de los trabajos fue la principal razón del hundimiento de su negocio. Ahora, la única fuente de ingresos era el bar, vendió todo lo relacionado con la confección, para poder saldar un 1% de sus deudas y subsistía prácticamente a costa de los borrachos del barrio. Había vivido a tope durante unos años sin preocuparse lo más mínimo de nada y de nadie que no fuera su amor de melena dorada, pero con un precio que iba a pagar durante el resto de su vida. ¿Quien piensa en las consecuencias cuando la vida y el amor te sonríen, cuando puedes hacer todo lo que se te antoje? Yo si lo haría, siempre lo hice, desde muy pequeño me importaba demasiado la trascendencia de mis actos, una pena, la verdad.
Mis ojos empezaron a distinguir a la selecta clientela del bar que vociferaban palabras inteligibles para mí. Conocía a la mayoría de vista, eran los mismos de siempre, en las mismas mesa de siempre. Algunos de los sujetos me miraban sonriendo torcidamente con un puro en una mano y la copa en la otra, les saludé meneando la cabeza en su dirección mientras que ellos me respondían levantado los vasos. En la barra había otras dos personas que discutían excitados y detrás estaba mi padre de espaldas, colocando las botellas en las estanterías de cristal manchadas de círculos de alcohol caramelizados y huellas dactilares. Me acerqué al bar intentando evitar sin mucho éxito las manchas pegajosas que cubrían la mayor parte del suelo de mármol. Me subí en una silla, y carraspee dos veces. No me escuchó, el escatológico hilo musical y el jolgorio que montaban los comensales tapaba cualquier otro sonido de menor intensidad.
-Hola papá, - grité esta vez.



Mi padre se dio la vuelta con la velocidad de un Tiovivo oxidado y sin engrasar. Parecía haberle asustado mi presencia o mi tono de voz, me miró largo y tendido arqueando una ceja como si fuera la primera vez que me veía en años. La verdad es que hacía mucho que no me visitaba, y si él no venia a buscarme los dos días a la semanas, tal y como acordaron en el juicio, yo tampoco me cansaba a recorrer el corto camino que me separaba de él. Apoyó las manos sobre la barra buscando su mejor sonrisa que sencillamente se negaba a salir y me preguntó:

-Gordi ¿que haces aquí?
Buena pregunta, ya no estaba tan seguro de querer interrogar a mi padre sobre el trágico accidente que sufrí hace años, sin embargo, la curiosidad me incitaba a hacerlo, por la sencilla razón de añadir a mi amplia colección una de las dos versiones. Era una disfrazada manera de poder llevar la indiferencia que me rodeaba tanto en casa como fuera de ella, era un salvavidas que me mantenía al flote, era un juego que me tenia distraído. Contar siempre con dos versiones muy distintas de la verdad o de la mentira, alimentaba mi cerebro durante el tiempo que llegaba al veredicto final, sentenciando a una al olvido y a la otra gratificándola con un hueco en mi demasiado alborotada estantería de hechos, en mayoría negativos.
-Estoy todo oídos, -le dije.
-¿Oídos de qué? - me preguntó desconcertado.
-De lo que me vas a decir.
-¿Qué te habrá contado tu madre esta vez? - suspiró. Espera, voy a llamar a María que está preparando unas tapas detrás, prosiguió y desapareció por la puerta que antes llevaba a la sala de telas y últimos arreglos.
María era la única empleada que tenia mi padre, una costurera que decidió quedarse como camarera en el bar, cuando la casa de modas se hundió. Tenia alrededor de unos 35 años, o quizá tuviera 30 o menos, pero su elegante sonrisa, carente de la mitad de sus incisivos, le daba un aire bastante deslucido. Era la encargada del bar, ya que mi padre tampoco pasaba mucho por ahí, tuve suerte de encontrarle ese día. Ella se ocupaba de abrir y cerrar, de la limpieza, de las facturas, de los pedidos de todo lo que suponía llevar un negocio. No lo hacia mal, tampoco se le daba demasiado bien, pero como a mi padre solo le interesaba vaciar de dinero la caja, las tardes que se acercaba, todo lo demás carecía de importancia. Me tenia mucho cariño, o a lo mejor era pena, no lo sé, lo que si sé es que me agradaba que alguien me mimase de vez en cuando. A veces, intencionadamente me acercaba al bar cuando suponía que me padre no iba a estar. Ella siempre estaba dispuesta a regalarme su cariño, no exactamente a mi gusto, pero era lo mas cercano a lo que necesitaba un niño de vez en cuando.



En cuanto se cerró la puerta detrás de mi padre, me levanté y me dirigí rápidamente hacia la salida, sin prestar atención a los comensales que seguían con sus debates. No estaba de humor, había venido para hablar con mi padre, no para buscar afecto. Sin embargo, creo que inconscientemente, no dejé que mis piernas se movieran demasiado rápidos, ni me abalancé en abrir la puerta al alcanzarla. Esperé unos segundos con la mano sobre la manilla, y solo la empujé hacia abajo cuando escuché la voz de María tras de mí.

-Gordi, cariño, no me vas a dar un beso.
-Lo que me faltaba, -refunfuñé sin mucho convencimiento. Me voltee soltando un gran y resignado suspiro, esperando su ataque con los ojos medio cerrados.
-Ay, que guapo está mi niño, -dijo mientras sus dedos, indice y cordial, doblados cual tenazas se dirigían hacia mis mofletes con una lentitud exasperante. Cuando me tocaron cerré los ojos en totalidad, aguantando valientemente los cariñosos movimientos horizontales que afortunadamente … pensándolo mejor... desafortunadamente, está vez, duraron menos que de costumbre. Abrí los ojos y vi que la mano de mi padre estaba posada en el hombro de María, en señal de que me dejara en paz. Ella se giró, le miró un segundo, luego se volvió para continuar con su asedio. La oquedad sin dientes se abrió delante de mí regalándome, incondicionalmente, una docena de chorreantes besos por toda la cara. No podía decidirme cual de los dos obsequios odiaba más si las tenazas pellizcantes o la ventosa babosa, sinceramente ninguno de los dos, lo hacía con cariño y eso conseguía que me olvidara enseguida tanto del dolor como de su saliva. Sinceramente, creo que, a mi manera, la quería. Cuando acabó conmigo, se giró otra vez hacia mi padre y le dijo autoritaria:
-Iros a tomar un helado o un trozo de tarta a la pastelería.
María hacía siempre lo mismo desde que se dio cuenta de la relación que tenia con mi padre, y él asentía y ejecutaba. Mi padre no tenia voluntad propia, siempre se guiaba por lo que le decían los demás, razón por la cual acabó como acabó. Si no fuera por su empleada, nunca se le habría ocurrido llevarme a ningún otro sitio que no fuera el callejón que estaba detrás del bar. Una razón demás para querer a María. Mi padre, como otras muchas veces, solo se hubiera limitado en conducirme hasta allí y contarme su versión o contestar a mis preguntas, lejos de miradas interrogantes u oídos indiscretos, y cuando no nos quedaría nada más que decirnos, me despeinaría dos o tres veces con su mano y me daría unas monedas para que me comprara algún dulce de camino a casa. Prácticamente, en eso constaban casi todos nuestros encuentros, tanto los fortuitos como los dictados por ley, cuando se dignaba a aparecer.



Nos encaminamos en silencio hacia la pastelería, los dos mirando al vacío, pensando cómo romper el silencio. Yo no pensaba hacerlo, hasta que no nos sentáramos, no me atrevía preguntarle nada por si se asustaba y se escapaba. Al final, mi padre abrió la boca y me hizo esa gran e inútil pregunta:

-¿Y qué tal el cole?
-Estoy de vacaciones, -le contesté secamente.
-Ya lo sé, -me dijo incomodo por su metedura de pata. -En general ¿qué tal?
-¿Qué tal yo en general o el cole? –le atosigué aposta.
Se mordió el labio inferior visiblemente molesto mientras buscaba las palabras adecuadas, y luego con mucho cuidado reformuló la pregunta:
-¿Qué tal estas, como has acabado el cole, has suspendido alguna asignatura?
-Estoy bien, acabé el cole como de costumbre sin suspender ni una. –le contesté con frialdad consciente de que eso sería lo único que me preguntaría ese día, y no lo hizo porque le interesaba demasiado mi vida, sino para intentar maquillar las profusas grietas del silencio con unas cuantas palabras fariseas. Afortunadamente,  habíamos llegado ya delante de la puerta de la pastelería. Entramos, primero el hijo golosón y luego el apático padre,  y nos sentamos en una mesa cercana a la vitrina refrigerante, repleta de todo tipo de productos de repostería.
-Yo quiero lo de siempre, -dije esperando que mi padre se equivocara otra vez.
 -Un brazo gitano con crema de pistacho y un vaso de leche ¿verdad? –acertó mi padre ante mi asombro. –Yo me cogeré una cerveza. -continuó satisfecho por haber dado en el clavo.
Se levantó y se acercó al mostrador para pedir lo que habíamos acordado. Se quedó ahí esperando hasta que la dependienta le sirvió todo encima de una bandeja de plástico, evitando así, a Dios gracias, otro incomodo silencio o conversación que podría haber surgido hasta que la mesera nos hubiera servido. Por lo menos, después de tanto tiempo, por fin había aprendido una cosa sobre mis gustos fuera de casa. Bandeja en mano y postiza sonrisa triunfante sobre su cara, mi padre se acercó a la mesa. Colocó la jarra de cerveza delante de la silla donde se sentaría y la bandeja con la leche y con el apetitoso postre delante de mis narices. Inconscientemente sonreí al encontrarme con el intenso olor a pistacho penetrando  hasta el rincón más oscuro de mis sentidos, consiguiendo hacerme olvidar por un momento el real motivo de mi visita. Le hinqué la cucharadita al enrollado, y antes de engullirlo inhale estremeciéndome de placer el delicioso aroma que hoy después de tantos años recuerdo perfectamente. Cuando el trocito empezó a deshacerse encima de mis papilas gustativas cerré los ojos, dejando que tan único e inconfundible sabor me llevara lejos, muy, muy lejos.    



Me gustaba comer, me gustaba vivir lo que estaba comiendo, analizar el sabor de cada bocado en busca de una aventura que nunca llegaría a protagonizar. Era como evadir de la cárcel de mi realidad, era como una inmersión en las aguas cristalinas de una fantasía que podía construir a mi gusto. Es posible que mi sobrepeso fuera consecuencia del placer que me provocaba el comer y no la cantidad, porque definitivamente comía menos que cualquiera de mis amigos y conocidos de mi misma edad. Sin embargo el gordo del grupo era yo, el gordo de la clase era yo, el niño gordo del portal también era yo, y para no variar también lo era el de la familia. Lo de Gordinflas se me ocurrió cuando me di cuenta que haga lo haga, vaya donde vaya siempre la gente tendría preparado algún maravilloso adjetivo para mí. Corría el año 1987 cuando, después de ver la película “Cuenta conmigo”, se me ocurrió que la mejor manera para que la gente dejara de llamarme lo que se le antojara era admitir mi situación y ponerle yo mismo un nombre. El protagonista del film era un chaval de constitución débil al que llamaban Gordi (diminutivo de Gordon supongo) un mote que me pareció bastante fácil de recordar y no muy mal sonante. Fue una muy acertada ocurrencia, una de las mejores de mi vida.  A partir de ese día empecé a presentarme a diestro y siniestro como Gordinflas, Gordi para los amigos y cada vez que se me presentaba la ocasión, corregía a todos lo que me llamaban de otra manera. Supuse bien que a la gente se le antojaría largo lo de Gordinflas y que todos optarían y se acostumbrarían al diminutivo. Hoy en día, después de más 20 años la gente me sigue llamando Gordi, y os aseguro que por lo menos un 50%  de los que lo hacen desconocen mi nombre real. Con el tiempo hasta mis padres empezaron a llamarme Gordi y aún lo hacen, y para serles sincero me da miedo preguntarles si se acuerdan del nombre con el que me bautizaron. Pero volvamos a la pastelería donde mi padre sorbía de la jarra de cerveza mirando al vacio mientras despacio pero seguro, el brazo relleno de crema de pistacho se iba desvaneciendo de mi plato. Lamí los últimos rastros de crema y me bebí hasta el fondo el vaso de leche que devolví sobre la mesa de un golpe. El ruido sacó a mi padre de su mundo consiguiendo que se centrara otra vez en mí.

-¿Has acabado? – me preguntó con tono neutro. 



-Sí, -le contesté.

-¿Quieres otro?
-No. Lo que quiero es que me cuentes tu versión.
-Ya empezamos. ¿Qué versión? Por Dios.
-De cómo me asfixiaste.
Mi padre me miró sorprendido mientras una triste sonrisa se asomaba sobre sus labios.
-¿Fue eso lo que te contó tu madre, que yo te asfixié? –preguntó abatido.
-Sí, y quiero que me cuentes tu versión, estoy seguro que será distinta a la de mi madre.
-¿Por qué? ¿No la crees?
-Todavía no lo sé, esperaré a que me cuentes tú como pasó todo y luego elegiré la versión que más me gusté.
-¿Y como sabes cual elegir? Igual te equivocas.
-Es posible, pero como no tengo una familia normal, ni una vida como la de todos los demás chicos de mi edad, estoy en mi derecho de elegir la que más me convenga. -le contesté  con énfasis.
-Touché, -se limitó a decir mi padre.
-¿Y eso qué es?
-¿Lo de “touché”?
Asentí con la cabeza.
-Que tienes toda la razón de actuar y de pensar así.
Le miré insistemente en los ojos intentando buscar en su interior si de verdad creía lo que me acababa de decir o simplemente me daba la razón para evitar prolongar la discusión, pero como siempre solo pude comprobar que el muro de la impasibilidad seguía en el mismo sitio, inamovible.
-Cuando quieras puedes empezar. –dije resignado.
-¿Estás seguro que quieres escuchar esto?
-Muy seguro, y no te preocupes, no me traumatizará mas de cómo estoy, -le tiré el dardo.
-Eres un chico valiente, estoy orgulloso de ti, -me contestó apesadumbrado.
-Sí, seguro. –le dije receloso, intentando darle  la menor importancia al vuelco que dio mi corazón al escuchar su última frase. –Empieza cuando quieras, estoy preparado, -proseguí mientras apoyaba los codos encima de la mesa. Coloqué mi rostro entre las palmas de mis manos y con la expresión de no haber roto un plato en mi vida esperé que empezara la historia de mi primer encuentro con la muerte.