viernes, 23 de septiembre de 2011

XI


Me gustaba comer, me gustaba vivir lo que estaba comiendo, analizar el sabor de cada bocado en busca de una aventura que nunca llegaría a protagonizar. Era como evadir de la cárcel de mi realidad, era como una inmersión en las aguas cristalinas de una fantasía que podía construir a mi gusto. Es posible que mi sobrepeso fuera consecuencia del placer que me provocaba el comer y no la cantidad, porque definitivamente comía menos que cualquiera de mis amigos y conocidos de mi misma edad. Sin embargo el gordo del grupo era yo, el gordo de la clase era yo, el niño gordo del portal también era yo, y para no variar también lo era el de la familia.

 Lo de Gordinflas se me ocurrió cuando me di cuenta que haga lo haga, vaya donde vaya siempre la gente tendría preparado algún maravilloso adjetivo para mí. Corría el año 1987 cuando, después de ver la película “Cuenta conmigo”, se me ocurrió que la mejor manera para que la gente dejara de llamarme lo que se le antojara era admitir mi situación y ponerle yo mismo un nombre. El protagonista del film era un chaval de constitución débil al que llamaban Gordi (diminutivo de Gordon supongo) un mote que me pareció bastante fácil de recordar y no muy mal sonante. Fue una muy acertada ocurrencia, una de las mejores de mi vida.  

A partir de ese día empecé a presentarme a diestro y siniestro como Gordinflas, Gordi para los amigos y cada vez que se me presentaba la ocasión, corregía a todos lo que me llamaban de otra manera. Supuse bien que a la gente se le antojaría largo lo de Gordinflas y que todos optarían y se acostumbrarían al diminutivo. Hoy en día, después de más 20 años la gente me sigue llamando Gordi, y os aseguro que por lo menos un 50%  de los que lo hacen desconocen mi nombre real. Con el tiempo hasta mis padres empezaron a llamarme Gordi y aún lo hacen, y para serles sincero me da miedo preguntarles si se acuerdan del nombre con el que me bautizaron. 

Pero volvamos a la pastelería donde mi padre sorbía de la jarra de cerveza mirando al vacio mientras despacio pero seguro, el brazo relleno de crema de pistacho se iba desvaneciendo de mi plato. Lamí los últimos rastros de crema y me bebí hasta el fondo el vaso de leche que devolví sobre la mesa de un golpe. El ruido sacó a mi padre de su mundo consiguiendo que se centrara otra vez en mí.
-¿Has acabado? – me preguntó con tono neutro. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

X

Nos encaminamos en silencio hacia la pastelería, los dos mirando al vacío, pensando cómo romper el silencio. Yo no pensaba hacerlo hasta que no nos sentáramos, no me atrevía preguntarle nada por si se asustaba y se escapaba. Al final, mi padre abrió la boca y me hizo esa gran e inútil pregunta:
-¿Y qué tal el cole?
-Estoy de vacaciones, -le contesté secamente.
-Ya lo sé, -me dijo incomodo por su metedura de pata. -En general ¿qué tal?
-¿Qué tal yo en general o el cole? –le atosigué aposta.

Se mordió el labio inferior visiblemente molesto mientras buscaba las palabras adecuadas, y luego con mucho cuidado reformuló la pregunta:
-¿Qué tal estas? ¿Como has acabado el cole, has suspendido alguna asignatura?
-Estoy bien, acabé el cole como de costumbre sin suspender ni una. –le contesté con frialdad consciente de que eso sería lo único que me preguntaría ese día, y no lo hizo exactamente porque le interesara demasiado mi vida, sino para intentar maquillar las profusas grietas del silencio con unas cuantas palabras fariseas. Afortunadamente, habíamos llegado ya delante de la puerta de la pastelería. Entramos, primero el hijo golosón y luego el apático padre, y nos sentamos en una mesa cercana a la vitrina refrigerante, repleta de todo tipo de productos de repostería.

-Yo quiero lo de siempre, -dije esperando que mi padre se equivocara otra vez.
 -Un brazo gitano con crema de pistacho y un vaso de leche ¿verdad? –acertó mi padre ante mi asombro. –Yo me cogeré una cerveza. -continuó satisfecho por haber dado en el clavo.
Se levantó y se acercó al mostrador para pedir lo que habíamos acordado. Se quedó ahí esperando hasta que la dependienta le sirvió todo encima de una bandeja de plástico, evitando así, a Dios gracias, otro incomodo silencio o conversación que podría haber surgido hasta que la mesera nos hubiera servido. Por lo menos, después de tanto tiempo, por fin había aprendido una cosa sobre mis gustos fuera de casa. Bandeja en mano y postiza sonrisa triunfante sobre su cara, mi padre se acercó a la mesa. 

Colocó la jarra de cerveza delante de la silla donde se sentaría y la bandeja con la leche y con el apetitoso postre delante de mis narices. Inconscientemente sonreí al encontrarme con el intenso olor a pistacho penetrando  hasta el rincón más oscuro de mis sentidos, consiguiendo hacerme olvidar por un momento el real motivo de mi visita. Le hinqué la cucharadita al enrollado, y antes de engullirlo inhale estremeciéndome de placer el delicioso aroma que hoy después de tantos años recuerdo perfectamente. Cuando el trocito empezó a deshacerse encima de mis papilas gustativas cerré los ojos, dejando que tan único e inconfundible sabor me llevara lejos, muy, muy lejos.